"Estamos exiliados en tiempos oscuros". Giorgio Cavalcanti
Quizás nunca somos realmente los únicos a los que estos tiempos en que vivimos les parecen algo oscuros. Un velo opaco, que difumina las formas y los colores, parece haber caído, como un temprano crepúsculo brumoso, sobre los seres y las cosas. Las ciudades se extienden llenas de fealdad, las verdaderas libertades se reducen en esas almas ignorantes de sí mismas que aspiran a gobernar nuestras costumbres y nuestros pensamientos más íntimos. El resentimiento y la queja, despóticos, reniegan de las horas felices y de la cantarina urbanidad cuya hermosa herencia florecía en iris y en lirios.
Paralizados frente a sus pantallas, como estatuas de sal, nuestros contemporáneos rinden culto a Hipnos, bañados en una luz lívida, y Mnemósine, abandonada, busca y encuentra, pero sólo en unos pocos afortunados, a sus aliados y amigos. El centelleante río del tradere pasa desapercibido, y a los que oyen su curso se los tiene por iluminados, malvados y locos. La titánica alquimia inversa, equipada con diferentes tecnologías, trabaja para cambiar el oro del tiempo en plomo —en tinieblas tenaces e inexpugnables.
Ni la misericordia concedida al pasado, ni el amor por el presente, ni la disposición providencial del futuro, ordenan ya los entendimientos humanos, oscurecidos por el reproche y el rencor. El arte del agradecimiento parece haberse perdido, y, con él, la noción de las felicidades frágiles. Nuestra civilización misma, en sus fastos y en sus debilidades, semejante a nuestras vidas fugaces, se aleja, y descuidamos lo que tiene de bello y de grande para comentar, con acusaciones histéricas, sólo sus errores y sus defectos.
Lo que quedará de esos estragos críticos serán sólo otros errores, adornados con virtudes morales pero, una vez quitada la película que los recubre, vengativos como lo fueron las Harpías y las Erinias, que, menos rutilantes que en el pasado, tienen su sitial en esas nuevas ligas de la virtud, donde la "benevolencia" por cualquier cosa se combina con el odio a sí mismo —menos individual, por lo demás, que colectivo; el moralista aprecia aún, como escribió La Rochefoucauld, el desprecio por sí mismo.
Nuestra lengua misma, que nos posibilitaba reinventarlo todo en medio de los peores desastres, está desfigurada y envilecida. El resentimiento marca el tono de toda ideología, y la alegría, entregada al mutismo, cede la palabra —la logorrea, deberíamos decir— a la queja y a la envidia. No basta con decir que esta época penal, penada y punitiva, ya no honra a los dioses, que son poderes; en realidad, se esfuerza por destruir en nosotros todo rastro de ellos, todo recuerdo. Un hombre que honra a los dioses está perdido para el culto de la tecnología y las finanzas —esos ídolos de los realistas a los que siempre se les escapará lo Real.
Tiempos oscuros, decíamos, pero se impone un matiz. Si bien nuestros tiempos son oscuros, no es en lo Oscuro de Heráclito donde se aventuran, ni en la sombra de Tanizaki, y menos todavía en la noche de Novalis. No son luces mortecinas de albas o atardeceres las que nos llegan, ya no es ni siquiera el Untergang, la crepuscular decadencia, a la que Baudelaire le encontraba su encanto y Oswald Spengler su necesidad, sino un nudo negro que se anuda en nosotros bajo la luz scialítica, como en un quirófano, del control universal. Este mundo es tan enemigo de las gloriosas epifanías como de las sombras secretas. En su odio por lo secreto, perfecciona lo que llama "progreso", que no es sólo, como escribió Cocteau, "el progreso de un error", sino el del achatamiento, el de la planificación global de los seres y las cosas.
El mensaje es claro: "Ustedes, que aún se distinguen por algunas fidelidades a las antiguas sapiencias, de las más humildes a las más altivas, se van a morir y dejarán únicamente, de eso nos ocupamos, la posibilidad de ser remplazados, al principio por bárbaros, y una vez que estos últimos hayan hecho su trabajo, por una ciber-humanidad, aumentada, chipeada, controlada. Desaparezcan cuanto antes, Hombres Antiguos, con sus vicios y sus virtudes entremezcladas, con sus sueños, sus ritos, sus canciones, sus reminiscencias, su tiempo ha pasado, están atascando las autopistas de la Información, están ralentizando los flujos financieros; el apego que ustedes tienen a sus tierras, sus cielos, sus obras, es una ofensa al Mejor de los Mundos; nosotros los haremos desaparecer porque somos el Bien en hipóstasis, somos el futuro sin Providencia, nuestra Benevolencia nos da el derecho y hasta el deber de matarlos". Conocer el discurso de las fuerzas contrarias, lo que pretende hacer con nosotros, es el primer viático, el que nos permite atrevernos a seguir un camino fuera del sendero común, una huida legítima.
La acusación permanente de toda belleza y de toda grandeza no es un accidente de la Historia, sino, de ahora en adelante, su significado. Así, tendremos que escapar de la Historia, pero no de la memoria; entrar en los secretos del Tiempo, que no es esa cosa lineal que querrían hacernos creer que es. La experiencia, por muy peligrosa que sea, es salvífica. Será lo que fue para Dante la "salutación angélica" a Beatriz. Cierta luz lateral encendida a su paso por la verdad secreta de los colores toca de repente nuestra frente y nuestros párpados, de modo que, incluso con los ojos cerrados, la percibimos, y el suave foco de oro que despierta en nuestras pupilas anuncia una Vita Nova, una vida nueva, o más exactamente, renovada. El tiempo vuelve a su base, que es el ritmo, el latido del corazón, o el triple movimiento susurrante de la ola que siempre vuelve a empezar.
La Feliz Anunciación triunfa sobre la Historia, todas las derrotas quedan abolidas, la resolución nueva entonces ya no es del orden de la voluntad, esa gran extraviadora, sino de la evidencia ligera. Sería muy vano querer vencer a este pesado mundo mediante otra pesadez, mediante algún despliegue de fuerzas titánicas, pues él mismo es súbdito del reino de los Titanes. Lo que se requiere es una ligereza divina, un entendimiento semejante al vuelo del polen, a las iridiscencias de las alas de una libélula, a la profundidad infinita de la contemplación de lo ínfimo —de lo casi indiscernible, que hace señas. ¿De qué noche de los tiempos provienen ese brillo, ese centelleo? Aquí está, protectora, como el vasto manto de las constelaciones.
En tiempos oscuros, en este exilio que amenaza con hacernos perder el sentido mismo del exilio —y no hay nada más fatal que un exilio olvidadizo de sí mismo—, es importante reconocer y honrar a nuestros aliados. La inmemorial distinción entre amigos y enemigos sigue siendo válida. Fuerza es reconocer que la gran reconciliación universal que hubiera podido esperarse, esa parusía, aún no se ha producido. Los tiempos son oscuros, ya que nuestros enemigos tienen por ahora más poder que nuestros amigos. Sin embargo, la enemistad que tenemos que enfrentar no es sólo la de los bárbaros puritanos, sino el Enemigo-en-sí, es decir que está también dentro de nosotros, y la enemistad de los bárbaros no está sólo en los lugares donde se manifiesta con fuerza, con su falsa piedad y sus reglamentaciones obtusas, sino también en las áreas en las que nuestra pusilanimidad se niega a discernirla y combatirla; no actúa entonces como una espada sino como un veneno, una tristeza que nos parece no tener causa —y de la que no podemos defendernos.
¿Quiénes, en este desastre, serán nuestros aliados? Así como es importante discernir, en la confusión y el alboroto modernos, lo que quiere exactamente dañarnos, empezando por esa misma confusión, es importante reconocer a nuestros aliados allí donde estén o donde surjan. Una noche, recuerdo, un ave marina que pasaba por el cielo me salvó la vida. Se había producido una transferencia misteriosa, yo era ella y ella era yo. La tentación de arrojarme por la ventana en ese momento había quedado suspendida por el imponderable intercambio entre la magnífica criatura alada de alas plateadas en el azul del cielo matutino y mi persona, tambaleante, abrumada, ensordecida, con la garganta atenazada por el horror del mundo, y como empujada por una fuerza activa hacia la muerte, que siempre es banal.
Esa gaviota salvadora, ahora, mientras escribo estas líneas, lo recuerdo, me hacía también otro tipo de señas; me devolvía, sin que yo fuera consciente de ello en el momento en que se me apareció, para que yo siguiera viviendo, a un espacio-tiempo de la infancia, el de nuestras largas estadías en la costa de Liguria, en Alassio. Con mis jóvenes amigos italianos, habíamos recogido un gabbiano, varado en la playa, con las alas sucias de fuel-oil. Lo pusimos en el balcón del hotel, le limpiamos delicadamente las alas y lo alimentamos hasta que recobró fuerzas para volar de vuelta a su extraña patria de aire y de mar. El pájaro que, mucho más tarde, me envió su saludo desde lo profundo del cielo, era quizás un "Gracias" dirigido a mí desde lo profundo del Tiempo.
Así, lo profundo del tiempo volvió a ser una profundidad de cielo, y la muerte hacia la que me empujaba una decepción atroz quedó abolida. Lo que nos salva viene de lejos, de lejanías de las que no éramos lo bastante conscientes, de una lejanía perdida. Contemplé como el hermoso aliado desaparecía de mi vista del mismo modo en que había llegado, y la vida retomó su curso, Vita nova.
Algunas fechas son importantes, fue el 11 de marzo de 2018 —el genio numerológico de Dante descifrará su significado— cuando se me ocurrió la idea de la obra que estoy escribiendo en este momento, y, sobre todo, el ánimo para escribirla, más exactamente en Alassio, donde nos habíamos detenido en el camino que debía llevarnos a Florencia. El sonido del mar en la noche, frente a un altar floral dedicado a San Francisco de Asís, la impresión, bajo el manto de la noche que se iba llenando de estrellas, de haber encontrado refugio en una caracola del Tiempo, el puente entre la infancia y aquel día, con las Alas de Merced del gabbiano entre ambos, una alquimia imponderable que llegaba a su fin, un fruto del opus nigrum.
Cuando los aliados humanos flaquean, al menos los que son contemporáneos nuestros, y a los que no podemos, en estos tiempos desastrosos, reprochárselo mucho, otros vienen a nuestro rescate en la linde, allí donde, en palabras de Heráclito, “la naturaleza no muestra, no oculta, sino que hace señas”. Lo que nos hace señas es anterior a la visión, es el vacío del cielo antes de que aparezcan las alas —espera, atención. Entre el que ve y lo que se ve, ha surgido el signo que los armoniza en el secreto del corazón. Toda vida es espera y sacrificio —y cuando es posible esperar algo más que la muerte, y sacrificarse por algo más que el utilitarismo de los “realistas”, entonces los dioses se sienten felices porque supimos honrarlos.
Sin duda, todos somos exiliados de nuestra infancia. En la realidad adulterada que se nos brinda, estamos en el exilio de lo Real. Lo Real no es sólo "aquello con lo que tropezamos", como decía Lacan, sino una doble naturaleza, oculta-revelada, sombreada y clara, visible e invisible, interior y exterior. Lo Real es el adversario del mundo planificado, que se esfuerza por instaurar en todas partes lo no-real “realista”, la ficción común en la que deberíamos creer, y cuya naturaleza consiste en ignorar esas gradaciones, esos misterios, esas temporalidades circulares o transversales que escapan al tiempo del desgaste y nos invitan a recomenzar o a trascender. El mundo de los realistas —que hace de nuestra tierra una tierra de exilio— ya no es ni pagano ni cristiano, y sin embargo lo rodea una espantosa devoción, una devoción invertida, ya que la ficción que quiere imponer sólo existe gracias a la creencia, a la doxa más obtusa y menos proclive a la duda.
El Misterio de Delfos, el Misterio cristiano, seguían velando en nuestras fronteras temblorosas y dejaban a los que los experimentaban la sensación de su mañana profunda. A estas latitudes y longitudes del alma, el realista moderno opone una certeza tan totalitaria que ya no le parece una certeza que una incertidumbre podría contradecir o matizar, sino una evidencia, algo “fuera de toda duda”, un perpetuum mobile. El realista ignora el exilio; se encuentra plenamente en el lugar donde ha reducido el mundo, y si sufre por ello, no lo sabe. Lo idéntico es su fin último —y por tal motivo trabaja por la uniformización del mundo, para escapar de la experiencia fundamental, propia de la especie humana, que consiste en vislumbrar una profundidad del Tiempo en la que es tan posible perderse como reencontrarse. Sabiendo que siempre estamos perdiéndonos, nos damos, por medio de este conocimiento, la oportunidad de reencontrarnos.
La peor de las decadencias no es la desesperación, sino el olvido de lo que hemos perdido. El sentido del exilio es la posibilidad del reencuentro; el exilio del exilio nos aprisiona para siempre en la ilusión de que no existieron jamás, en ninguna parte, ni en la tierra ni en el cielo, los prados floridos, las orillas, los bosques, los jardines de una patria amada. Mientras el exilio del exilio, el olvido del olvido, no haya extendido su tiranía sobre todas las cosas y en todas las almas, la mayor de las esperanzas sigue viva, la que nos viene del Carro Alado, de la platónica reminiscencia.
Todo le resulta útil al mundo planificado y planificador para prohibir u oscurecer estos advenimientos. En las orillas del mundo moderno no se esperan Afroditas Anadiomenas, sino una resaca de botellas de plástico y charcos de fuel-oil. Todo lo que pueda perjudicar, desmoralizar, exacerbar el instinto de muerte, es favorecido, los medios de comunicación se encargan de ello. ¿Tenemos todavía en nosotros la predisposición a una expectativa feliz? El hombre sin nostalgia, el perfecto consumidor, será también un hombre sin presentimientos. Cuando un mundo perdido ya no brilla en los confines de la memoria, cuando una palabra perdida ya no palpita en el corazón del silencio anterior, somos, por el hecho de ignorar que estamos perdidos, como amnésicos extraviados en el horror de una zona comercial y que creen estar en casa.
Rodeados por los Siniestros y los Amargados, esos mayoritarios, ¿cómo no tener ese presentimiento de nostalgia, esa intuición de que hubo, y quizás habrá, un mundo más intenso y más ligero, un mundo de gradaciones felices y de matices que hacen soñar, como las nubes, allá en lo alto, sus hermanas etimológicas? Entre los diversos procesos de neutralización de las obras que son, en su esencia y en su manifestación, puentes que llevan a ese mundo perdido, el método psicologizante, después de las muchas excomuniones ideológicas, es el más común. Lo que se dice ya no es un aspecto de la palabra, un espejo del Verbo, sino un síntoma que hay que clasificar en tal o cual categoría.
Todo autor y toda obra y, más profundamente, toda distinción, se toman ahora en cuenta sólo para ser neutralizados. Los tiempos del exilio dentro del exilio, del olvido dentro del olvido, son fundamentalmente tiempos de neutralización, como atestiguan, por ejemplo, la llamada escritura inclusiva y sus teorías afines. Sin embargo, en el lenguaje de los servicios especiales y de los maleantes, "neutralizar" significa lisa y llanamente matar, y es efectivamente un instinto de muerte el que actúa en la uniformización de los estilos, el odio a toda distinción, a toda superioridad y a todo secreto. Todo ser vivo es la eclosión de un secreto.
En el mundo moderno, los únicos secretos protegidos son los bancarios, y las únicas jerarquías son las del dinero y la técnica, que colocan precisamente en la cúspide a los que tienen el mayor poder de neutralización, e inmediatamente debajo de ellos, a los técnicos subalternos, al personal menor, a las manos menores de la neutralización, a los políticos, los periodistas, los semiintelectuales, los agentes de la actual papilla “cultural” y subvencionada que sólo existe para sofocar los escasos brotes de libertad de expresión y de belleza. Se promueve cualquier tontería, eso sí, una tontería totalitaria, vulgar y denigrante, siempre que tenga el poder de neutralizar el medio a través del cual algo se comunica, ya sea la palabra, la imagen o el sonido. Por consiguiente, la lengua francesa se escribirá en traducidodel, la imagen será elegida por su extrema fealdad y el sonido por su función ensordecedora o embrutecedora.
La civilización se ha convertido en nuestro pensamiento más impensado, el más neutralizado. Como las costumbres, la forma de reaccionar ante los seres y las cosas, ya no pueden remitirse a él. En una cultura determinada, el padre que degüella a su hija al ser sorprendida coqueteando salva su honor y el de su familia; en otra, sería considerado un criminal. El heredero de Rabelais, Montaigne, el Príncipe de Ligne o Pierre Louÿs no tiene la misma relación con el alma y el cuerpo que el salafista o el puritano anglosajón. Esta relación, menos estrecha, más suelta, nunca, como toda cosa humana, la peor o la mejor, resulta evidente por sí misma. Se aprende y se transmite, la inventa una libertad conquistada, no en abstracto, sino en el ejercicio espiritual y carnal, transmitido de persona a persona, que atenúa nuestros furores y refina nuestros matices.
Sin ánimo de hacerles tragar a los escritores su proverbial orgullo (recordaremos esta deliciosa frase de Montherlant, al final de un poema: “Dios me besó la mano cuando acabé de escribir esto”, y en un mundo mediocrático, algunos de ellos tienen mucha razón, frente a la arrogancia de todos, de enarbolar ese supuesto vicio que a menudo se confunde con la virtud del valor —fuerza es reconocer que nuestros buenos escritores, hasta en sus menores epítetos, sus comas más meditadas y, sobre todo, el ritmo que imprimen a sus frases, son ante todo, en especial los más singulares entre ellos, herederos de una civilización, a la que le deben sus imágenes y símbolos, los temas que tratan y su estilo.
Aquello a lo que pertenecemos —profundamente—, a pesar de todos los efectos superficiales deliberados, se revela en dos frases, de modo tal que las obras más “originales” no son más que una parte del follaje que extrae su savia y recibe su sol de una urbanidad más antigua, sin la cual sólo seríamos, por obra del Diablo, “Comunicadores”. Lo que nos es propio, nuestra persona, lo que en nosotros es irreductible, será, sepámoslo —sin que podamos hacer nada para evitarlo y cualesquiera sean nuestras transigencias, nuestras amabilidades—, objeto del odio más acérrimo. Por un instinto maligno, lo que nos funda será odiado, o nos será cuestionado, tanto como los seremos nosotros mismos, en nuestras particularidades adquiridas. Esa libertad de movimiento, ese porte, ese estilo que ya no se ajusta a las conveniencias mediático-mediocráticas, esas posibilidades de ejercer la vida durante nuestra breve estadía, fuera de las normas de la servidumbre voluntaria, despertarán voluntades que se unirán contra nosotros.
No son sólo los bárbaros los que devastan nuestra civilización, sino también nuestras abjuraciones más íntimas, que les dejan a los bárbaros el poder que ella extingue en nuestros propios corazones. Los “Derechos Humanos” (que, por lo demás, sólo se ejercen cuando no contradicen algún interés financiero o tecnomórfico) han sustituido, en la doxa común, a los derechos del Alma, y acaban siendo, en definitiva, en el reino de la cantidad, sólo la obligación de ser intercambiables. Ahora bien, cuando los hombres se vuelven intercambiables, el pensamiento les falla y la conciencia sorda de su miseria les hace inventar tenebrosas conspiraciones, causalidades maléficas, externas a ellos mismos, mientras que en un mundo planificado, un mundo literalmente neutralizado, los seres intercambiables sólo son dominados por otros seres intercambiables, y los agentes de la servidumbre ya no tienen identidad, como la que hace tiempo tenían en las novelas de Eugène Sue.
A partir de ahora, ya no son los hombres los que se comunican entre sí por medio de las máquinas, sino que es la Máquina la que se comunica consigo misma por medio de los hombres. El gran Controlador, que se ve a sí mismo como “jefe”, está controlado por el aparato al que sirve; lo que puede ganar, en dinero o en poderes ilusorios, es infinitamente inferior a lo que pierde: la relación sensible con los seres y las cosas —y su alma. Cada vez son más los que han perdido hasta tal punto su alma que ya no creen que nadie tenga una. Poco a poco se van haciendo a imagen y semejanza de su dios, que es Máquina, y sueñan con acoplarse, perpetuarse, aumentarse, como lo hacen las Máquinas. El alma negada subsiste en ellos como esa ausencia que los vuelve locos, con una locura insaciable. Pero, ¿qué es el Alma? El alma es vida, movimiento, literalmente “lo que anima”, es florecimiento y misterio, profundidad en la profundidad; el alma es una mañana de primavera en la que estamos en casa, de pronto, aunque sabemos que el mundo es nuestro exilio.
Cuenten ustedes las horas que pasan delante de una pantalla, es decir, lo más radicalmente separados del mundo que es posible. Cada una de esas horas es una plegaria sustraída a los recursos del alma — un triunfo de lo abstracto en detrimento de lo sensible. El primer viático para tiempos oscuros será mirar al lado y por encima de la pantalla, de todo lo que se interpone como pantalla, más allá de esa falsa perfección, hacia todo lo que es imperfecto y cambiante, hacia todo lo que descansa en su fragilidad original, hacia todas las potencias en proceso de eclosión, las del día que nace, las de las nubes que se deshacen y se juntan, las de la lluvia que golpea los cristales y, quizás, las del rostro del prójimo. Por muy pequeña que sea la pantalla, aunque quepa en la palma de la mano, hay ahora nuevas generaciones a las que les bastará para suprimir el mundo que las rodea.
El Diablo está en la falta de atención que nos separa del mundo y nos deja a disposición de los pensamientos venenosos que él nos inspira. Abstraídos del mundo, quedamos librados, indiscutiblemente, a su triste palabrería. Todas las envidias amargas y las quejas dolorosas que nos quiere inspirar nos ensordecen en un silencio de muerte. Abstraídos del mundo, quedamos indefensos ante las malas tentaciones de la tristeza. Esto significa comprender suficientemente que los tiempos oscuros están en primer término dentro de nosotros mismos, en forma de deprimentes pensamientos, por cierto, pero también en forma de un Tiempo cuya linealidad, la medida puramente cuantitativa, no le deja ninguna esperanza a lo que resplandece, ni a la calidad exquisita.
Al tiempo lineal, que nos aleja de cualquier patria amada, opongamos el tiempo en forma de rayos, de corolas, como supieron representarlos los rosetones de nuestras catedrales. A la cantidad omnipotente opongamos las cualidades de los seres y de las cosas y su irreductible misterio, y sus sabores que son sapiencia. “Los gustos y los colores no se discuten”, dice el proverbio. Si no se discuten, se interpretan a la manera del hermeneuta o del músico —es también una cuestión de gusto. Lo que una civilización desarrolla en nosotros es el gusto.
El progreso notorio de la vulgaridad se debe a que, constantemente, se la premia, como se hace también con el mal gusto y la mala fe. Vivimos en tiempos en los que toda distinción es vilipendiada en nombre de una moral que considera que toda virtud aristocrática es un mal en sí misma. El favor del que goza la vulgaridad es ideológico y supera la aprobación que los vulgares dan a sus semejantes. Para convencerse de ello, basta con encender la televisión: todo lo que es vil y degradante nos salta a la cara. Esa vulgaridad no es sólo la ausencia de distinción, es su destrucción duramente programada, establecida con determinación, con arrogancia absoluta.
¿Quizás sería conveniente detenerse en la naturaleza de lo que está condenado a desaparecer bajo la embestida? ¿Cuáles son ese gusto, esa ética, ese estilo, esa sapiencia que ya no interesan y que, según la buena moral en curso, hay que erradicar? ¿Cuáles son los criterios con los que el mundo utilitario, global, planificador identifica a esa urbanidad como el Enemigo? Para entenderlo cabalmente, sería necesario —y no es un ejercicio habitual— concebir lo que es a la vez lo más impersonal y lo más íntimo, y restablecer entre esos dos extremos una relación fulgurante.
Este mundo que nos exilia de nosotros mismos es en primer lugar un mundo de subjetividades en serie, separadas, abstraídas, no sólo de los demás sino de la misma corriente del río de la tradición, y lo que por ello nos falta no es tanto una “identidad” —el mundo moderno está plagado de ellas— como un armónico, una gradación de lo posible, cuyo ejercicio fue en un principio musical, incluso en el silencio de la letra y la contemplación de la imagen. Lo que nos falta, pero que entonces se manifiesta como un deseo creativo por medio de la ausencia así designada, un propósito de reconquista de un país perdido librado a los bárbaros, no es otra cosa que el coro de voces sensibles e intelectuales, tal como las encontramos intactas, sin embargo, como ejemplos entre otros, felizmente diversos, en las voces recibidas y transmitidas por Hildegarda de Bingen o también en las Novecientas conclusiones de Pico della Mirandola.
¿Qué nos dicen esas obras mayores, aunque un tanto secretas, sobre nuestra civilización? Nos dicen que los seres y las cosas no son sólo lo que parecen ser. La vida y la muerte no son sólo un proceso biológico y su terminación. Un rostro no es sólo una realidad morfológica. Un árbol no es sólo una planta, sino un símbolo. Los dioses son realidades a la vez interiores y exteriores. La aventura del alma es conocer las gradaciones entre lo sensible y lo inteligible, que velan y desvelan lo que es único, indivisible.
Las nociones más difundidas, discutidas y criticadas suelen ser las más incomprendidas y las menos indagadas. Así ocurre con el “individuo” —objeto de considerables disputas entre nuestros ideólogos. A los partidarios del individuo y de su libertad universal se oponen los críticos, de izquierdas y de derechas, a veces pertinentes dentro de sus propios límites, salvo que parecen olvidar que el individuo intercambiable del mundo global es el sujeto mismo del colectivismo más radical, cuyo triunfo es la indiferenciación.
¿Qué es un individuo? ¿En qué es característico de la cultura europea un determinado modo de ser individuado, con, por supuesto, todos los peligros inherentes a ese proceso de individuación? Tiene su importancia constatar que las diversas vertientes de la filosofía moderna —alzadas contra la filosofía estoica y platónica y contra la tradición teológica de Occidente—, desde el marxismo clásico hasta los filósofos de la "deconstrucción", se esforzaron en primer lugar en hacer la crítica del “sujeto” como individuo. Al rescate de estas teorías llegaron, más tarde, ideologías más ingenuas: “tribus” de la New Age, comunitarismos vindicativos, colectivismo empresarial o gerencial —todas con un mismo impulso dedicado a hacer desaparecer esa disposición frágil, inquieta, pero tanto más creativa cuanto que se halla perpetuamente en peligro, y matizada por su propia experiencia del nihilismo, que llamamos civilización—, como si no hubiera más, en nuestro horizonte político, que la notable oposición existente entre el individuo y lo colectivo, sea cual sea, y el individuo se limitara a ser sólo el sinónimo del liberalismo económico, cuando éste en realidad, en su modus operandi y en sus fines —el sometimiento a la producción y al consumo—, es un colectivismo como cualquier otro, y no el menor, ya que supone el sometimiento voluntario.
Algunos antiliberales argumentan que el liberalismo concede la libertad a los individuos sólo para quitársela a los pueblos, pero el argumento parece ingenuo, ya que la libertad concedida a los individuos no sólo es abstracta, sino que es un engaño. El individuo carente de lazos cae bajo el yugo del poder más evidente: el del dinero y la técnica, esos déspotas inflexibles. ¿En qué soy un sujeto libre, individuado, si no puedo decir ni manifestar nada de lo que heredo, y si mi lengua misma se reduce a ser sólo el vector del utilitarismo y de la comunicación de masas; o si, habiendo aprendido a leer, a pensar, con Montaigne o Valéry, ya nadie me comprende y, por lo tanto, quedo condenado a un exilio sin fin en mi propio uso del lenguaje?
El individuo verdaderamente diferenciado es lo indiviso, lo que en mí es irreductible y no puede dividirse, ese núcleo de ser que establece mi relación con el núcleo del ser, el fuego central del ser, según la fórmula de Dominique de Roux —que es a la vez lo más íntimo y lo más objetivo ##El arquetipo##
¿Qué se proponen las teorías de la deconstrucción, si no a hacer desaparecer lo indiviso en el flujo de la sociedad, en la indiferenciación global? Ahora bien, la sociedad, convertida en la enemiga de la civilización, no puede ser de ninguna ayuda contra el drama de la existencia insólita, aislada en la masa, que prohíbe la experiencia misma de la soledad esencial, la del contemplador del mar de nubes, la de Nietzsche que quiere librarse de su asco al ver a la canalla sentada junto a la fuente. La crítica al individualismo es de poco alcance cuando el individuo al que se dirige ya no es más que esa unidad intercambiable y perfectamente entrenada con la que soñaron, sin lograr alcanzarla, los totalitarismos de ayer.
Lo verdaderamente indiviso no se divide ni se intercambia; se arraiga en la tierra y en el tiempo y se multiplica. Si nuestra herencia no nos aligera y aumenta nuestro poder, si no es más que cortezas muertas y peso atmosférico, es hora, no de rechazarla, sino de ir a buscar en ella, más lejos y más profundamente, el misterio que nos mantiene exiliados de nuestra verdad más abisal. “Conviértete en quien eres”, dice el adagio. Vamos, amigos míos, a Delfos y Eleusis, recibamos la enseñanza de los bosques y los mares, seamos artúricos y odiseanos hasta la locura, acordémonos de las Musas, para que ellas se acuerden de nosotros y nos protejan.
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